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El robo del cadáver de Eva Perón: qué muestra “Santa Evita” y qué pasó en verdad

Cuando Evita murió Juan Domingo Perón encargó a Pedro Ara para que la embalsamara. Tras el golpe de Estado de 1955 los militares encontraron el cuerpo en la CGT. Lo que ocurrió a partir de ese momento.

“En vida, siempre había estado echándole tierra a su fuego, para no hacerle sombra al marido. Muerta, se iba a convertir en un incendio.” Tomás Eloy Martínez, Santa Evita.

Durante casi 16 años los argentinos se preguntaron dónde estaba el cuerpo de Eva Perón.

Cuando en 1995 Tomas Eloy Martínez publicó Santa Evita, había reunido la suficiente información y documentación para escribir un gran libro de historia, pero decidió escribir una novela. Cuando le preguntaron por el motivo de esa decisión contestó “La historia argentina es tan increíble que es mejor narrarla como novela”. En este caso no le faltó razón.

Tomás Eloy Martínez jamás negó que había elegido ese formato para poder darle rienda suelta a su creatividad y que una buena parte del libro es pura y exclusivamente ficción. Pero el gran aporte del libro, más allá de sus cualidades literarias indiscutibles, radica en la odisea del cadáver de Evita, en el miedo casi místico que le tenían los militares, en la preocupación incesante de que Eva Perón, embalsamada, pudiera ser tan peligrosa como cuando estaba viva, el terror a que se hiciera realidad la profecía: “Yo se que ustedes recogerán mi nombre y lo llevaran como bandera a la victoria”.

Evita había falleció el 26 de julio de 1952, después de una larga enfermedad, lo que dio tiempo a ella y al gobierno peronista de trabajar en su “inmortalidad”. Tres hitos marcan esa voluntad. El libro, La razón de mi vida, se publicó en septiembre de 1951 con una tirada de trecientos mil ejemplares e infinitas reediciones. También proyectó un monumento faraónico: “Evita quería que el Monumento al Descamisado fuera el más alto, el más pesado, el más costoso del mundo, y que se viera desde lejos, como la torre Eiffel. “La obra debe servir para que los peronistas se entusiasmen y desahoguen sus emociones eternamente, aun cuando ninguno de nosotros esté vivo”, le dijo a la diputada Celina Rodríguez de Martínez Paiva, que presentó el proyecto en el Congreso.

Juan Domingo Perón decidió que el cuerpo de su compañera fuera embalsamado, y para ello, contrató al mejor especialista del mundo, el español Pedro Ara, que desde el mismísimo momento del deceso empezó su trabajo de conservación.

Después de las multitudinarias exequias, que durante dos semanas vieron el paso incesante y dolido del pueblo argentino, el cuerpo fue trasladado al segundo piso de la CGT en la calle Azopardo, y allí, Ara se pone a trabajar en lo que para él será la obra de su vida, su propio paso a la inmortalidad. Tardó diez meses en terminar su trabajo. El cuerpo no fue enterrado porque esperaban la terminación del gran mausoleo. Sobrecoge el resultado de su labor. En una capilla contigua al laboratorio, revestida de cortinajes negros y en penumbra, Evita parece flotar dormida. Ara la cuida como un sacerdote a una diosa sin templo.

El golpe de estado de 1955 abrió las compuertas para que se desaten todos los demonios del odio sobre el peronismo. Perón debió partir al exilio y no dejó instrucciones. Allí quedó el cuerpo de Evita, abandonado, solitario, casi como una metáfora de lo que empezaron a vivir los sectores populares. La construcción del mausoleo se detiene.

El edificio de la CGT pasó a manos de la Marina. Cuando Ara abre las puertas de la capilla, los militares descubren, en el centro de la sala, un cuerpo que yace sobre una losa de cristal suspendida del techo por cuerdas transparentes. El espectáculo impresiona sobremanera a los visitantes. Se niegan a creer que sea ella.

El descubrimiento del cuerpo es un problema para las nuevas autoridades. Temen que si cae en manos de la resistencia peronista se desate una revuelta que incendie el país. La cúpula golpista está resuelta a hacer desaparecer el cuerpo, pero difiere en la manera. Los más extremistas proponen quemarlo, o incluso lanzarlo al mar; sin embargo, los escrúpulos religiosos imponen una sepultura cristiana, pero clandestina. Pedro Eugenio Aramburu encarga la misión a un fanático antiperonista, el teniente coronel Carlos Moori Koenig, jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE).

Moori Koenig sometió en los primeros meses al cuerpo a un insólito “paseo” por media Ciudad de Buenos Aires en el furgón de una florería. Insólitamente, intentó sin éxito dejarlo en una unidad de la Marina -la fuerza más antiperonista- y lo depositó en el altillo de la casa de su segundo, el mayor Arandía. En una noche de horror, creyendo que la resistencia peronista había entrado a su casa para llevarse el cuerpo, Arandía mató a tiros a su mujer embarazada.

Moori Koenig llevó a su propio despacho el cuerpo y se dedicó a mostrárselo a sus visitantes. Hasta que uno de ellos, la recordada cineasta María Luisa Bemberg, corrió espantada a comentarle el hecho a su amigo, el capitán de navío Francisco “Paco” Manrique. El dato llegó a oídos de Aramburu quien dispuso el relevo y colocó en su lugar al coronel Héctor Cabanillas, con la orden de darle cristiana sepultura.

El entonces teniente coronel Alejandro Agustín Lanusse, con ayuda del capellán de la unidad Francisco “Paco” Rotger, diseñó un plan para ocultar el cuerpo con la colaboración de la Iglesia. El plan – revelado con minuciosidad por una investigación de Sergio Rubin- consistía en el sigiloso traslado del cuerpo a Italia y su entierro en un cementerio de Milán con un nombre falso. La clave era la participación de la Compañía de San Pablo -comunidad religiosa de Rotger- que custodiaría la tumba. Pero tenía un doble desafío: que el superior general de los paulinos, padre Giovanni Penco, ayudara y que el papa Pio XII no se opusiera. Ambos aceptaron.

El cadáver -bajo el nombre de María Maggi de Magistri- fue enterrado en el cementerio Mayor de Milán. Allí estuvo catorce años custodiado por una laica consagrada, Giussepina Airoldi, que mientras le llevaba flores, se cercioraba de que nadie lo robe.

En aquellos casi tres lustros, sólo Cabanillas sabía exactamente dónde estaba el féretro. En Argentina, ya en diciembre de 1955 empezaron los reclamos para saber dónde estaba Evita, circulaban todo tipo de leyendas. La cuestión volvió a tomar vigencia en 1970 cuando Montoneros secuestró a Aramburu y exigieron la aparición del cuerpo de Evita. Al año siguiente, siendo ya Lanusse presidente, inició el deshielo con el peronismo y como gesto, devolvió el cuerpo a Perón mediante el denominado Operativo Devolución. El cuerpo fue exhumado el 1° de septiembre de 1971, llevado en un furgón a España y entregado en Puerta de Hierro.

Perón regresó al país, pero sin el cadáver de Evita. Montoneros secuestró entonces el cadáver de Aramburu y dijeron que lo devolverían cuando fueran repatriados los restos de “la compañera Evita”. Pero sería Isabelita, ya muerto Perón, la que dispondría traerlos al país.

 

Con el golpe militar de 1976, el cuerpo -que estaba en la quinta de Olivos- otra vez abandonado, fue entregado a la familia Duarte y depositado en el panteón familiar del cementerio de Recoleta, bajo dos gruesas planchas de acero.

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