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Caso Cromañón: La noche trágica que se llevó 194 almas

A 16 años, todavía siguen las heridas abiertas por las irregularidades en el fatídico recital de Callejeros.

Lejos de terminar el 30 de diciembre de 2004, la tragedia en el boliche República Cromañón, sigue viva. Ni los 16 años que pasaron desde el incendio, ni las condenas contra quince acusados por su responsabilidad en la mayor catástrofe por causas no naturales de la historia argentina, lograron cicatrizar las heridas de los familiares de las 194 víctimas fatales y las lesiones sufridas por los 1432 sobrevivientes.

En los últimos meses hubo un hecho que reabrió las heridas provocadas por la tragedia ocurrida durante el recital del grupo de rock Callejeros: la desaparición de los objetos de las víctimas y sobrevivientes que habían quedado dentro del boliche.

Nada quedó de los cientos de zapatillas, mochilas y prendas de vestir que constituyeron el símbolo de la tragedia y que tenían dueños. Tampoco quedó nada de las marcas de las manos que aquellos que intentaron huir del infierno de gases letales y oscuridad dejaron en las paredes del boliche situado en Bartolomé Mitre al 3300, en Once. Con una hidrolavadora, los operarios que trabajan para el dueño del local borraron para siempre las huellas que se habían fijado a los muros con hollín y sudor.

Eran marcas de arrastre y de manos que se abrieron como surcos en las paredes. Esas huellas resaltaban a primer golpe de vista cuando, en 2009, el Tribunal Oral N°24 permitió que los periodistas ingresaran en el local antes de dictar la sentencia que condenó a Omar Chabán, a su colaborador, Raúl Alcides Villarreal; al jefe de la comisaría 7a., Carlos Díaz;a los ocho integrantes del grupo Callejeros, y a tres funcionarios del gobierno porteño por su responsabilidad en el trágico incendio.

Según denunciaron familiares de las víctimas, esos objetos fueron retirados del local por el dueño del inmueble, Rafael Levy, que recibió la posesión de la propiedad luego de cumplir la condena de cuatro años y medio de prisión que le impuso el Tribunal Oral N°24. La propiedad está a nombre de La Nueva Zarelux, una sociedad offshore con sede en Uruguay, que pertenece a Levy.

Durante el juicio que terminó con la condena contra Levy se determinó la existencia de un vínculo sólido entre el dueño de la propiedad donde funcionaba República Cromañón y Chabán, el organizador del recital de Callejeros. Uno de los testigos indicó que la documentación de los eventos que se organizaban en Cromañón se guardaba en el hotel Central Park, instalado en el predio donde se realizaban los recitales y que también pertenece a Levy.

Nada hizo la Justicia para restituir esos objetos a sus dueños: los familiares de las 194 víctimas y los 1432 sobrevivientes. En la actualidad, nadie sabe tampoco dónde los llevaron.

Entre esos objetos estaban mi DNI y mi credencial de periodista del diario LA NACION que habían quedado en Cromañón cuando, la noche de la tragedia, ingresé en el boliche y encontré a dos jóvenes que arrastraban a una chica hacia la salida. Los ayudé a levantarla y llegamos a la vereda. Volví a entrar y me crucé con dos muchachos que, como podían, alzaban a un chico. Tomé del brazo al adolescente, lo pasé por encima de mis hombros y entre los tres logramos sacarlo.

Había llegado a Cromañón minutos después de las 23, cuando Fernando Rodríguez, uno de mis compañeros del diario, me alertó sobre el incendio en un boliche de la zona de Once. En esa época vivía en Rivadavia al 2500, a pocas cuadras.

La calle Bartolomé Mitre, desde Plaza Miserere hasta Jean Jaurès, estaba cubierta de cuerpos. Eran tantos, y tan pocos los médicos, que no se podía saber quién estaba vivo y quién había fallecido.

La decisión de ingresar en el local fue la reacción a la respuesta de una pareja de jóvenes a la que le pregunté qué habían visto. Me dijeron que tenían un amigo que había quedado adentro; estaban desesperados. Contagiado de la angustia de esos chicos ingresé en el boliche para buscar a su amigo. Aunque no lo conocía.

Para entonces, ninguna ambulancia o móvil policial podía llegar hasta la puerta de Cromañón. La calle Bartolomé Mitre desde Plaza Miserere hasta Jean Jaurès estaba cubierta de cuerpos. Eran tantos, y tan pocos los médicos, que no se podía saber quién estaba vivo y quién había fallecido.

Como las ambulancias no alcanzaban, aquellos que pretendían ayudar cargaban los cuerpos en los tablones que una empresa de servicios había colocado para tapar los pozos que habían hecho en las veredas. Esos cuerpos, en improvisadas camillas, eran subidos a colectivos de la línea 68, cuyos choferes los llevaban al centro de atención más cercano: el hospital Ramos Mejía.

Media cuadra más adelante, un camión de bomberos de la Policía Federal, marca MAN, era el único móvil que había logrado llegar al lugar del incendio. Fue vandalizado por los primeros jóvenes que habían escapado de la trampa mortal en la que se había convertido República Cromañón y que requerían oxígeno.

A unos metros del camión, en lo que parecía el acceso a un estacionamiento, un grupo de socorristas hacía fuerza hacia afuera para abrir una puerta de dos hojas. Detrás de la puerta se apilaban decenas de cuerpos que eran empujados y pisados por aquellos que pugnaban por salir.

En la parte superior de esa puerta, amurado en el techo, sobresalía un cartel con la leyenda “salida de emergencia”. Cuando se cortó la luz por el incendio provocado por una bengala que hizo arder la media sombra colocada como elemento de ornamentación, parte de las más de 3500 personas se dirigieron hacia ese cartel que se había convertido en un llamador en medio de la oscuridad y hacia la nube de humo gris plomo que había comenzado a bajar desde el techo.

Además, durante la investigación se pudo saber que los planos presentados ante el gobierno porteño por los dueños de la propiedad no coincidían con la arquitectura del salón. Los matafuegos estaban vencidos, la manguera de incendio no funcionaba y no había plano de evacuación. En la planta superior, donde debía estar una puerta, la gente que intentaba escapar chocó contra una pared.

Todos estos elementos figuran en la lista de pruebas que los jueces usaron para fundar la sentencia condenatoria. Además, Cromañón tenía una habilitación en la que se indicaba que la capacidad máxima era de 1031 personas. La noche de la tragedia ingresaron 3500 espectadores.

A pesar que se demostró que la habilitación de Cromañón había vencido debido a que no se renovó el certificado de Bomberos, un elemento imprescindible para que funcionaran los locales de baile clase “C”, la cadena de responsabilidades en el proceso penal se agotó en funcionarios de tercera línea del gobierno porteño. Los responsables políticos nunca fueron condenados.

“Callejeros, vivimos y morimos por vos: Piky y Cary. Budge presente”, rezaba uno de los trapos que colgaban del pullman, situado de espaldas a la calle Bartolomé Mitre. El incendio había consumido cientos de vidas, pero dejó intactas las banderas que habían llevado los fanáticos del grupo de rock.

Con un golpe de vista se podía advertir que el incendio no había quemado el local. La loza estaba desnuda y en el techo solo quedaban los alambres que sostenían la media sombra y el revestimiento que, al quemarse, despidieron el monóxido de carbono y el ácido cianhídrico. En pocos minutos la gente murió por esos gases letales.

“Si no hubiera estado colocada la media sombra y la bengala hubiera impactado en el centro de un cuadrado de espuma de poliuretano, el lugar hubiera tardado 13 minutos en incendiarse y la gente hubiera tenido tiempo para escapar. Pero como estaba la media sombra, el fuego tardó mucho menos en expandirse. La media sombra actuó como acelerante”, señaló el informe del Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), incorporado en la causa. A esta circunstancia hay que agregar el hecho de que la puerta señalizada como “salida de emergencia” había sido cerrada con cadenas.

Afuera, entre los edificios de la calle Jean Jaurès, comenzaban a retumbar los gritos desesperados de los padres que llamaban a sus hijos.

A 16 años de la tragedia, algunas madrugadas todavía me despierto escuchando esas súplicas.

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